Siempre había pensado que la prehistoria era aburrida: un tiempo sin cultura, sin instituciones, sin esas narrativas que para mí dan sentido a lo humano. Pero Sapiens me voló la cabeza, y lo hizo solo en su primer capítulo.
Leer Yuval Harari hablar sobre la revolución cognitiva me hizo descubrir lo emocionante que tuvo que ser para aquellos primeros sapiens poner los cimientos de todo lo que somos hoy. Y aunque nos cueste imaginarlo, todas las cosas en las que hemos decidido creer para que nuestras sociedades funcionen a día de hoy tienen un origen, y muchas de ellas parten de esa primera historia, a la que mal hacemos etiquetándola con el prefijo «pre», pues es ahí cuando comienza nuestra historia. Una historia de adaptación, de exploración, de relaciones simbióticas con nuestro entorno. Realmente no pretendo hacer un análisis, ni siquiera una breve narrativa, sobre lo que sucedió en la revolución cognitiva, el propio Harari y otros muchos autores ya recogen suficiente información y comprensión sobre lo que supuso aquello. De lo que quería escribir es de mis sensaciones.
Desde que leí acerca de la revolución cognitiva, no puedo evitar, si miro al cielo, o estoy en una ruta de montaña, pensar en lo emocionante que tuvo que ser para aquellos sapiens exploradores observar lo que observan mis ojos desde el marco de la inmensidad. El mundo era infinito para ellos, debió ser increíble. Sueño con el momento en el que descubres una nueva montaña, un río o una tribu desconocida, y en lo que sientes, porque en ese momento es un todo: el mundo entero y, a la vez, la reducida unidad del nuevo elemento con el que te cruzas. Y desde que empecé a permitirme sentir eso, aunque fuese en mi imaginación, siento que conecto más con ese antiquísimo sapiens que fluye por mi ADN, por la construcción anatómica de mi propio cerebro. En cada viaje, puedo sentir dentro de mí vibrando esa sensación de exploración. Cuando cruzo en coche las carreteras de un país desconocido, aunque mi brújula sea Google Maps y no las estrellas, y mi camino tenga más asfalto que tierra, yo siento lo que sentían ellos: ganas de dejarme llevar a ese más allá, de ser intrépido, de embaucarme por lo desconocido. Me envuelve de una sensación casi infantil de hacer algo por primera vez, pero no con miedo, sino con curiosidad, como lo hacen los niños pequeños.
Habría sido hermoso ser uno de esos sapiens que durante cientos de miles de años descubrieron el mundo para nosotros, y hoy me siento más que nunca en mi vida con ganas de mantener ese legado de espíritu explorador.

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